ALBERTO LÓPEZ MARÍN. Vale. El fútbol sólo es fútbol. Un juego, un deporte. Lo que nadie puede negar es que este domingo, todos los españoles que hemos tenido el privilegio de existir en 2010 hemos vivido un momento histórico e irrepetible. Ha sido la primera. La próxima, si la hay, será la segunda; la siguiente, la tercera. Pero ninguna tan importante como esta. Nos han malacostumbrado. Felizmente.
Nos han hecho abuelos, tan jóvenes que somos. Seremos unos cascarrabias. Probablemente, no habrá selección de ahora en adelante que no nos haga repetir una y otra vez frases de anhelo al centro del campo orquestado por Xavi Hernández, a las paradas del resucitado Iker Casillas o a la furia goleadora de David Villa. Y qué decir del manchego, de ese jugador que nos emociona, al que todos deseábamos lo que le ha ocurrido. Andrés Iniesta estaba llamado a la gloria. Ha marcado el gol de la victoria en la final de un Mundial a cinco minutos del final de una prórroga agónica. Todos lloramos cuando marcaste y no sólo porque nos dieras la Copa del Mundo. Lloramos también porque eras tú, Andrés, porque eres humilde, porque has caído en incontables ocasiones y has levantado con pundonor de duros golpes como lesiones interminables o como la muerte de tu amigo Dani Jarque, a quien has dedicado el gol de tu vida. El gol de nuestras vidas. En el minuto 115. De ahí, a la eternidad.
No pidamos más, tampoco nos conformemos. Esto no es sencillo, por muy buenos que sean. Les estaremos eternamente agradecidos. Bailarinas sobre el campo cuando toca y duros soldados que pelean en el barro cuando un equipo como el holandés les cose a patadas con la inestimable ayuda de un árbitro desnortado. Nunca se marcharán de nuestra mente las imágenes de ayer, y así lo haremos saber a los que vengan tras nosotros.
Gracias, generación de héroes.
Más allá de la noche que me cubre
negra como el abismo insondable,
doy gracias a los dioses que pudieran existir
por mi alma invicta.
En las azarosas garras de las circunstancias
nunca me he lamentado ni he pestañeado.
Sometido a los golpes del destino
mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Más allá de este lugar de cólera y lágrimas
donde yace el Horror de la Sombra,
la amenaza de los años
me encuentra, y me encontrará, sin miedo.
No importa cuán estrecho sea el portal,
cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino:
soy el capitán de mi alma.
William Ernest Henley